lunes, 28 de mayo de 2012

Sábado por la noche (Cuento de Emilia Lopo)


El sábado por fin había llegado. Después de trabajar toda la semana bajando y subiendo cajones de soda del camión, Esteban se preparaba para salir con su novia. Se había bañado minuciosamente, se pondría la ropa que a ella le gustaba y el perfume que le había regalado. 
Alejandra trabajaba de recepcionista en una productora de televisión, estudiaba teatro y tenía ínfulas de llegar a ser una gran artista. Era bonita y poseía un hermoso cuerpo. Esteban estaba muy enamorado y no quería perderla, por lo que accedía a todos sus caprichos. Fue por ella que se anotó en la nocturna para completar la secundaria; no quería terminar su vida como sodero o despachante de mercaderías, como solía ella presentarlo. 
Pasó a buscarla por su casa. Lo esperaba con un vestido negro de gran escote; el largo cabello carmesí le caía sobre los hombros. Al besarla, el aroma sutil de su perfume lo embriagó y sitió deseos de poseerla. Fueron a cenar a un elegante restaurante de la costa. Después irían  al hotel de siempre. 
Uno de los jefes le había regalado a Alejandra una invitación para un hotel alojamiento nuevo que se había inaugurado recientemente, por lo que decidieron ir allí.
Al entrar a la habitación, una luz rojiza amalgamó sus cuerpos al resto del mobiliario. Un perfume a rosas inundaba el aire, y una música suave brotaba de las paredes. Sobre una mesa, una botella de compaña y dos copas invitaban al brindis. El pudor se ahogó en las  burbujas y el deseo se desató. Esteban comenzó a desvestirla al mismo tiempo que  la recorría con sus besos. Las manos acariciaban los pechos voluminosos y su lengua se movía rápida entre los pezones erguidos. En segundos, los cuerpos desnudos se entrelazaron encendidos en figuras caprichosas y las bocas buscaron jadeantes los refugios  más recónditos del placer. 
Esteban se despertó. Con cuidado deslizó su brazo por debajo de la cabeza de Alejandra. Estaba sediento, se levantó, se sirvió un vaso de agua y, a través de los vidrios de la ventana, se puso a espiar. Estaba oscuro. De pronto unos focos de luz intensa lo enceguecieron, iluminando toda la habitación. Su novia se despertó sobresaltada e intentó cubrir su escultural cuerpo con las sábanas. Vieron entonces que los vidrios se extendían por todo el recinto, incluso el techo. No había ventana ni puerta. Cientos de cámaras y micrófonos los apuntaban. Afuera la multitud aplaudía y gritaba enloquecida, pidiendo más. 


Emilia Lopo. Narradora y poeta. Reside en Munro (Bs. As.). Es integrante del Taller Literario "El Enjambre Azul", dirigido por  el profesor Roberto Vera 

domingo, 20 de mayo de 2012

La otra (Cuento de Norma Beatriz López)


En dos oportunidades, mientras tomaba un café en el bar de siempre, la había visto pasar entre el gentío, como la imagen de mi imagen, copia fiel, duplicado exacto de mí.
Primero fue extrañeza que paraliza, y luego curiosidad que me impulsó a buscarla entre la multitud que avanzaba por la avenida, donde finalmente se perdió, sin que pudiese alcanzarla, aunque sabía que volvería a verla.
A partir de entonces, día tras día y en el mismo horario, esperé pacientemente sentada en el bar, hasta que la vi llegar cruzando con rapidez la calle. Y fue  verla y verme, de manera tal que si yo no supiese que en ese momento estaba sentada junto a la ventana del café, pensaría que era aquella mujer que con pasos ligeros pasaba junto a mí sin percatarse de mi presencia.
Rápidamente salí tras ella, sin tener muy claro qué actitud adoptar. La fui siguiendo desde una discreta distancia, y desde allí la observaba buscando descubrir algún detalle que me diese la pauta de que estaba equivocada y que esa mujer no era tan idéntica a mí, hasta el punto de provocarme tal confusión.
Sin embargo su andar era el mismo, al igual que su cuerpo, el color y corte de su cabello, la forma que movía sus brazos al caminar, la posición de su cabeza, la curvatura de su cuello, y su rostro, que era de una  similitud angustiante. La única diferencia estaba dada por su aspecto cansado, lo ajado de la piel de sus manos y su rostro, y el humilde vestidito blanco que llevaba.
Mientras por mi mente cruzaban alocadas ideas, historias de hermanas perdidas, separada por quién sabe qué extraña circunstancia, fuimos alejándonos del ruido del centro y adentrándonos en los suburbios, mientras anochecía.
La gente que circulaba por la calle cada vez era menos y sentí temor de ser descubierta persiguiendo o persiguiéndome.
Nos internamos por una callejuela solitaria y oscura, que separaba modestas casas, de las que salían voces, música y gritos. La mujer ingresó a una de ellas y yo me quedé sola en medio de la oscuridad. Sin saber qué hacer, regresé al centro.
Pasó más un mes desde el día que descubrí a aquella mujer y el encuentro no se había vuelto a repetir. Sentía cierta inquietud pensando que alguien con tanta similitud conmigo se desplazaba libremente por la ciudad haciendo quién sabe qué. En realidad, el conocer su existencia me turbaba y se había transformado en una obsesión por querer saber de sus movimientos.
Llevada por estos pensamientos, decidí volver a su barrio y tratar de saber algo de ella. Repetí todo el trayecto de la vez anterior, bajo una persistente llovizna, hasta llegar a la casa donde la había visto entrar.
Me sorprendió el silencio, que daba una característica distinta al lugar, y sin pensarlo golpee la puerta Esperé unos minutos y al no tener respuesta insistí. Finalmente la puerta se abrió. Una anciana se asomó y , al verme, un grito ahogado escapó de su garganta y retrocedió murmurando algo, que sonaba como una maldición o un conjuro.  
Avancé hacia el interior de la vivienda, que estaba atestada de velas, imágenes paganas y de santos. En un rincón, una mesa oficiaba de altar y sobre ella había velas encendidas, flores, frutas y un recipiente conteniendo un líquido rojizo  rodeaban una fotografía, en la que se podía observar de cuerpo entero a la mujer a quien yo había ido a buscar.
Pasados los primeros momentos de estupor, pude hacer que la vieja me contara que la mujer de la foto había muerto un año antes, pero que alguien aseguraba haberla visto en la zona del centro, sentada por la tarde a la mesa de un bar.
Al día siguiente se cumpliría el primer aniversario de su muerte y la anciana le había prometido a la familia de la difunta que ella regresaría para estar con los suyos; que en eso había estado trabajando, y que yo era la respuesta.
No quise escuchar más. Me eché a correr bajo la lluvia, sintiendo que la frontera entre la vida y la muerte, entre la realidad y lo imaginario, el aquí y el allá, entre ella y yo, formaba parte de un orden inexplicable, que no debía alterarse por nada ni por nadie.
Desde entonces no he vuelto al bar.

Norma Beatriz López. Escritora y poeta. Nació en la ciudad de Buenos Aires. Forma parte del Taller Literario "El Enjambre Azul". Resido en Barracas.

sábado, 12 de mayo de 2012


El juego    (Cuento de Inés Bianchi)

El bodegón quedaba en la esquina donde empezaba el caserío de chapas y cartones. El Juancho llegaba al atardecer con las manos ateridas en los bolsillos de su pantalón gastado. Cuando entró, el gordo José lustraba los vasos de vidrio grueso que luego llenaba de vino carlón, ése que raspaba la garganta y calentaba las tripas.
Detrás del mostrador los espejos reflejaban retazos de parroquianos; la mancha de la humedad y la falta de azogue en algunas partes formaban un rompecabezas difícil de armar.
El Juancho se abrió paso entre el humo que le hacía llorar los ojos, hasta el fondo del local. Se paró y miró en derredor a las mesas que ya estaban formadas para el juego. Los ocupantes de las mismas también lo miraron. Nadie se había sacado el chambergo y las caras se perdían en el gris del humo acidulado y espeso.
A un costado, sobre una mesa redonda, dos mazos de cartas, sobados y grasientos, parecían invitarlo. Miró hacia la ventana donde el farol callejero apenas se distinguía a través de los vidrios mugrientos.
En la mesa había lugar para un jugador más. Dudaba. Si perdía no tendría nada que llevar a su casa; como todos los días llegaría con las manos vacías y Juancito se dormiría otra vez en los flacos brazos maternos, con el vientre vacío y los ojos llenos de lágrimas.
Alguien desarrimó una silla y le hizo una seña. Avanzó despacio y se sentó, “el poroto vale un mango”, le dijeron. Compró tres y empezó el truco. Las horas pasaron sin darse cuenta. Ganó, perdió, volvió a perder. La ansiedad lo hacía transpirar. Sobre la mesa las apuestas habían subido. Con los ojos vidriosos contó veinte porotos. Sus dedos nerviosos tocaron el último que le quedaba. Como general de una batalla de ambiciones y necesidades, lo tiró sobre la mesa y pidió cartas. Las orejeó despacio. No podía creer lo que veía: la espada, única, azul, haría vencedor al general. Juntó toda la plata y se fue en silencio, como había llegado.
La calle de tierra tenía espejos oscuros donde se reflejaba la luna. Sus pies los iban saltando, apurado por llegar a su casa. Entró lentamente en el único cuarto. El pibe dormía. La mujer, sentada frente al brasero, tenía los ojos fijos, agrandados de miedo y osadía. Fumaba callada, su respiración levantaba la blusa a medio abrochar.
El sacó la mano del bolsillo del pantalón y mostró la plata. Con voz entrecortada por la alegría “mañana comemos”, le dijo, “hay para varios días”. La mujer no dijo nada. El silencio golpeó el pecho del hombre. Se acercó al camastro, donde unas sábanas grises y zurcidas formaban un nido abandonado. Agachó la cabeza y comprendió. Allí, sobre el cajón de manzanas forrado en cretona que servía de mesa de luz, al costado de una vela encendida, había un billete de veinte pesos, nuevo, junto a un atado de cigarrillos rubios.

Inés Bianchi. Poeta y narradora argentina. Nació en Adrogué (Bs.As.). Sus trabajos han sido publicados en libros y revistas de la Argentina y España. Reside en Cap. Federal

martes, 8 de mayo de 2012

Encuentro (Cuento de Roberto Vera)


  1. Encuentro (Por Roberto Vera)


    Fue entonces cuando la vi. Estaba acurrucada en un rincón del cuarto. Menuda, simple, asustada, como una criatura huérfana.
    No tardé en hacerme entender. Al poco tiempo, fuimos amigos. Me tomó confianza. Le di de comer un pedazo de pan, que era lo único que tenía a mano. Y me miró con ojos muy dulces.
    Cuando la llevé para el dormitorio parecía que su cara se achicaba, me decía algo así como que no me merezco, por qué hacés esto por mí…
    La tomé de su cabecita y la besé con ternura. Me pasó su lengüita por mi mano.
    —Debemos dormir. Es tarde —le dije.
    —Ella asintió moviendo la cola.