lunes, 16 de abril de 2012

  1. EL PIROPO (Cuento) Por Elina Escudero)

    Como al pasar soltó una sonrisa. Estás cada día más linda, dijo él. Tengo una cara de dormida tremenda, pensó ella, cómo puedo gustarle.
    La piropeaba siempre que pasaba por la esquina de Corrientes y Rodríguez Peña, camino al trabajo
    Al principio creyó que era un baboso más del montón, un degenerado, pero debía reconocerle talento para los halagos. Se reinve...ntaba a diario para sorprenderla. Mi amor, por vos mataría una ballena a chancletazos, fue lo más original que le escuchó decir, sin embargo, por alguna razón no se creía capaz siquiera de mirarlo, la sola idea le provocaba tanta vergüenza que sus mejillas se encendían al rojo vivo.
    Esmerándose por tapar las imperfecciones de su rostro trasnochado, comenzó a levantarse un poco más temprano todos los días.
    A principio de mes, ni bien cobró el sueldo, fue corriendo al Shopping para renovar un poco el guardarropa. Una vez por semana, entraba a algún negocio a comprarse accesorios que combinaran con su nuevo look.
    Él tenía razón, después de todo, ella estaba cada día más linda.
    Luego, decidió anotarse en el gimnasio. La actividad física no era su fuerte, pero quería deshacerse de algunos kilitos de más y creyó que cuidarse un poco con las comidas más las clases de aerobics daría resultado rápidamente.
    Entonces se animó y caminando por la avenida Santa Fe entró a un negocio, se probó ese pantalón blanco que le encantaba y que antes no se hubiera puesto ni loca. Pero al sentirlo sobre la piel, luego de algunos consejos de la vendedora para ocultar los rollitos en la cintura, tomó la decisión de comprarlo.
    No pudo esperar y quiso estrenarlo al día siguiente.
    En camino hacia la parada del 37 para ir a trabajar, al llegar a mitad de cuadra, sintió una mirada penetrante.
    Tampoco en esta ocasión se atrevió a mirarlo o tan siquiera darle una señal. Él le hacía el amor con los ojos. No hacía falta comprobarlo, la prueba irrefutable era la excitación que ella sentía al pasar por la puerta del bar, donde siempre baldeaba la vereda a las siete de la mañana. Estaba provocándolo descaradamente, lo sabía; ¿se sentía una pecadora por eso? No, ya no. Él despertaba en ella un instinto felino que dormitaba en la profundidad de su alma.
    Jamás lo confesaría, pero fantaseaba con sus manos cada vez que tenía oportunidad. Se las imaginaba regordetas, ásperas, pero calientes y ávidas. La lengua recorriéndola al tiempo que escucharía palabras dulces, algo intimidantes, esas mismas que cada mañana le soltaba al pasar.
    Parecía que iba a llover, pero por suerte acaba de salir el sol, dijo él, mientras barría la vereda mirando al cielo.
    La tomó por sorpresa, no esperaba encontrar sus ojos, los había visto perdidos entre las nubes y por eso lo miró.
    Buen día, dijo él, haciéndole una reverencia como si saludara a un miembro de la realeza. Hola, pensó ella, pero sólo pudo esbozar una leve sonrisa y seguir caminando.
    Al llegar a la esquina, arrepentida por la oportunidad perdida, decidió volver y saludarlo. Nunca le había hablado de manera directa, simplemente, se limitaba a piropearla impunemente mientras ella fingía no escucharlo. Pero esta vez fue distinto, la había saludado sin obtener una sola palabra de su boca, pero qué maleducada, pensó ella.
    Tenía la excusa perfecta, le diría algo así como: discúlpeme, no quise ser grosera con usted, se ve que es una persona muy atenta y yo, faltando a los modales que tanto me inculcaron en mi casa, ni siquiera le contesté el saludo. Un poco exagerado, pensó, pero más o menos esa era la idea.
    Antes de echarse atrás respiró, desandando el camino que la llevaría a pasar nuevamente por la puerta del bar.
    Comenzó a andar hasta que una voz hizo que detuviera el paso. Se la escuchaba a mediana distancia. Era la voz de alguien a quien ella conocía. Ubicándose a centímetros de la esquina asomó sólo parte de su rostro, lo suficiente para espiar.
    ¡Qué hermosa! Estás cada día más linda, decía la voz.
    ¿Es quien creo que es?, se preguntaba mientras debatían dentro suyo el impulso por desenmascarar el misterio y las ganas de hacer como si nada hubiera pasado.
    Decidió sacar el torso entero para ver mejor, sin importarle si desde la puerta del bar él la vería.
    ¡Uy! Disculpame, dijo al chocarse con una rubia que no vio venir y que siguió su paso murmurando “está todo bien”.
    Él permanece deslumbrado, parado en mitad de la vereda, con la mirada clavada debajo de la cintura de la rubia, mordiéndose el labio inferior en un gesto casi obsceno.
    A lo lejos se dibuja un cartel luminoso de color verde, ella apura el paso mientras busca las monedas en la cartera, extiende la mano y el 37, atestado de gente, frena automáticamente.

    Elina Escuedro. Joven narradora y poeta, pertenece a la troupe

lunes, 9 de abril de 2012

TALLER LITERARIO EL ENJAMBRE AZUL: Noche // Poema de Roberto Vera

TALLER LITERARIO EL ENJAMBRE AZUL: Noche // Poema de Roberto Vera

Noche // Poema de Roberto Vera

Noche

Manos de arena
serpentinas de la noche
en esta ciudad descalza y fría
jaula de almas y mentes indecisas
que esperan sentadas
amapolas y chirolas
ennegrecidas de cansancio

Palomas y trompetas
en los escaparates
de tiendas vacías
insectos / serpientes
veredas congeladas.

Un policía lleva
en sus manos las pizzas
careta de hombre puro
proxeneta

Las luna siempre atenta
esta noche no mira
las sombras se escurren hacia el río

Roberto Vera

Vivian // Cuento de Cecilia Di Cenzi

Aquella tarde llegó temprano a su casa, ya no tenía la necesidad de quedarse en el trabajo hasta última hora. Al entrar tuvo la sensación de encontrarse en otro lugar, diarios viejos, platos sucios, polvo y papeles tirados traslucían en la atmósfera un aire de abandono. Caminó hacia su cuarto con paso ciego y se detuvo ante la puerta destartalada. Su habitación estaba más desordenada aún que el resto de la casa y sobre la cama estaba ella, dormida, las sábanas dejaban entrever sus piernas y pensó en acercársele y robarle unos momentos de amor, pero unas manchas de sangre seca a su alrededor lo frenaron.
—Mierda —dijo.
Hacía tres meses que la conocía, se encontraron por casualidad en el bar que frecuentaba; estaba sentado en la barra conversando con el barman cuando sintió una mirada quemándole la espalda. Tenía unos treinta años, alta y delgada como una espiga, algo simple tal vez para sus gustos (le encantaban las mujeres con sobrepeso, algo groseras, con aire de matronas, pechos tambaleantes como gelatinas), pero ella estaba allí y era peor que nada, cualquier cosa era preferible a irse solo a su casa. Se le acercó y le preguntó su nombre. Vivian. Alguna vez había conocido a otra Vivian, pero era gordísima y con una boca capaz de zambullirse en lo más profundo de su ser. Sonrió al recordarla y sintió un cosquilleo en el vientre. Empezaron a conversar ante la mirada indiscreta de quien atendía la barra,el que de a ratos soltaba unas risitas hipócritas y confidentes. Ella le contó cosas de su vida, su trabajo, gustos, el motivo por el cual se encontraba en ese bar en donde casi todas las mujeres parecían desagradables y putas; le dijo que se sentía sola, perdida, vacía. El miraba sus ojos negros de animal herido, sus delgados y casi inexistentes labios, sus pechos, sus piernas y le importaban un carajo todos sus problemas. Luego sintió una sensación de vértigo y algo que le quemaba el estómago, el recuerdo de la gorda lo había afectado.
—Ya es hora —le dijo.
A eso de las tres de la mañana salieron del bar, ella de manera enérgica no paraba de hablar; hubiera querido ponerle un tapón en la boca. Fingía interesarse por todo cuanto ella decía, cuando realmente en lo único que pensaba era en esa quemazón que ahora recorría de arriba a abajo todo su cuerpo.La llevó a su casa, luego a su cuarto y ella se dejó llevar sin decir palabra. Fue algo rápido, con no más sobresaltos que los gritos de ella y los espasmos de él.
—¡Fue un buen polvo! —le dijo mintiendo, y ella asintió sin más.
Desde ese día regresó cada noche, y cada noche se repitió la misma escena. Le jodía su voz, su cuerpo, su vida, sin embargo siguieron juntos; le parecía vana, hueca, pero no podía estar sin ella. La esperaba desde que la veía partir en la mañana, la añoraba en el trabajo y al llegar a su casa en la tarde. No hacía más que pensar en su regreso y en su anoréxica y lastimera figura; no podía soportar su ausencia ni un par de horas. Y comenzó a desvariar entre un universo abstracto y otro real y el miedo al abandono, a quedarse solo y sin ella lo fueron torturando cada vez más.
Vivian llegó más tarde que nunca esa noche, y él había pensado que no regresaría. Cuando se abrió la puerta y la vió entrar,se puso a llorar desconsoladamente. Hicieron el amor como nunca antes lo habían hecho y se dió cuenta entonces de que la amaba, sin dudas amaba a esa mujer que conocía hacía tres meses.
En la madrugada se despertó sudando, los miedos volvían a él como herencia. Nadó en la oscuridad de su cerebro y esa necesidad de no ser abandonado lo obsesionaba, tambaleaba en un mar de dudas, sintió que iba a reventar, que le faltaba el aire,que se ahogaba y ya no pudo controlarse; tenía que retenerla para siempre…
Y ahora ella estaba ahí, sobre su cama, tan tranquila como siempre, era temprano todavía. Empezó a tirar los papeles y demás cachivaches que cubrían casi todo el suelo, barrió cada rincón de la casa. El sol entraba fuertemente por las ventanas llenándolo todo con su luz, y ella continuaba allí sobre la cama; se sintió feliz, la quemazón había pasado junto con esa sensación de desamparo y miedo…
—¡Desde hoy todo será diferente! —se dijo.
Mientras, el olor que salía del cuerpo de Vivian, empezaba a invadir con sus garras toda la casa.

Cecilia Di Cenzi
Narradora y poeta. Reside en La Recoleta. CABA