martes, 3 de marzo de 2009

Vivian (de: Cecilia Di Cenzi)

Aquella tarde llegó temprano a su casa, ya no tenía la necesidad de quedarse en el trabajo hasta última hora. Al entrar tuvo la sensación de encontrarse en otro lugar, diarios viejos, platos sucios, polvo y papeles tirados traslucían en la atmósfera un aire de abandono. Caminó hacia su cuarto con paso ciego y se detuvo ante la puerta destartalada. Su habitación estaba más desordenada aún que el resto de la casa y sobre la cama estaba ella, dormida, las sábanas dejaban entrever sus piernas y pensó en acercársele y robarle unos momentos de amor, pero unas manchas de sangre seca a su alrededor lo frenaron.
—Mierda —dijo.
Hacía tres meses que la conocía, se encontraron por casualidad en el bar que frecuentaba; estaba sentado en la barra conversando con el barman cuando sintió una mirada quemándole la espalda. Tenía unos treinta años, alta y delgada como una espiga, algo simple tal vez para sus gustos (le encantaban las mujeres con sobrepeso, algo groseras, con aire de matronas, pechos tambaleantes como gelatinas), pero ella estaba allí y era peor que nada, cualquier cosa era preferible a irse solo a su casa. Se le acercó y le preguntó su nombre. Vivian. Alguna vez había conocido a otra Vivian, pero era gordísima y con una boca capaz de zambullirse en lo más profundo de su ser. Sonrió al recordarla y sintió un cosquilleo en el vientre. Empezaron a conversar ante la mirada indiscreta de quien atendía la barra,el que de a ratos soltaba unas risitas hipócritas y confidentes. Ella le contó cosas de su vida, su trabajo, gustos, el motivo por el cual se encontraba en ese bar en donde casi todas las mujeres parecían desagradables y putas; le dijo que se sentía sola, perdida, vacía. El miraba sus ojos negros de animal herido, sus delgados y casi inexistentes labios, sus pechos, sus piernas y le importaban un carajo todos sus problemas. Luego sintió una sensación de vértigo y algo que le quemaba el estómago, el recuerdo de la gorda lo había afectado.
—Ya es hora —le dijo.
A eso de las tres de la mañana salieron del bar, ella de manera enérgica no paraba de hablar; hubiera querido ponerle un tapón en la boca. Fingía interesarse por todo cuanto ella decía, cuando realmente en lo único que pensaba era en esa quemazón que ahora recorría de arriba a abajo todo su cuerpo.La llevó a su casa, luego a su cuarto y ella se dejó llevar sin decir palabra. Fue algo rápido, con no más sobresaltos que los gritos de ella y los espasmos de él.
—¡Fue un buen polvo! —le dijo mintiendo, y ella asintió sin más.
Desde ese día regresó cada noche, y cada noche se repitió la misma escena. Le jodía su voz, su cuerpo, su vida, sin embargo siguieron juntos; le parecía vana, hueca, pero no podía estar sin ella. La esperaba desde que la veía partir en la mañana, la añoraba en el trabajo y al llegar a su casa en la tarde. No hacía más que pensar en su regreso y en su anoréxica y lastimera figura; no podía soportar su ausencia ni un par de horas. Y comenzó a desvariar entre un universo abstracto y otro real y el miedo al abandono, a quedarse solo y sin ella lo fueron torturando cada vez más.
Vivian llegó más tarde que nunca esa noche, y él había pensado que no regresaría. Cuando se abrió la puerta y la vió entrar,se puso a llorar desconsoladamente. Hicieron el amor como nunca antes lo habían hecho y se dió cuenta entonces de que la amaba, sin dudas amaba a esa mujer que conocía hacía tres meses.
En la madrugada se despertó sudando, los miedos volvían a él como herencia. Nadó en la oscuridad de su cerebro y esa necesidad de no ser abandonado lo obsesionaba, tambaleaba en un mar de dudas, sintió que iba a reventar, que le faltaba el aire,que se ahogaba y ya no pudo controlarse; tenía que retenerla para siempre…
Y ahora ella estaba ahí, sobre su cama, tan tranquila como siempre, era temprano todavía. Empezó a tirar los papeles y demás cachivaches que cubrían casi todo el suelo, barrió cada rincón de la casa. El sol entraba fuertemente por las ventanas llenándolo todo con su luz, y ella continuaba allí sobre la cama; se sintió feliz, la quemazón había pasado junto con esa sensación de desamparo y miedo…
—¡Desde hoy todo será diferente! —se dijo.
Mientras, el olor que salía del cuerpo de Vivian, empezaba a invadir con sus garras toda la casa.

Cecilia Di Cenzi. Naradora y poeta. Nació en Prov. de Bs. As. Es abogada y diseñadora. Reside en Capital Federal

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