martes, 24 de marzo de 2009

El Potrero (Por Oscar Vicente Conde)

Las sombras de la tarde, como un difuso telón, acarician el terreno entristecido. Otra jornada ha terminado y, como sucede últimamente, ellos no vinieron.
No sé por qué tiene que ser así, después de todo fue nuestra única derrota, vergonzosa, pero la única. Por algún motivo se dio como se dio. Y quizá esté bien que así sea.
Hoy, no me quiero ir tan pronto. Me imagino que sucederá algo especial. Lo percibo en el aire. Son como extrañas sensaciones de alegría y angustia, una simbiosis difícil de explicar.
Me siento en el añejo tronco donde lo hice la primera vez que llegué aquí. Era una tarde de sábado y hacía un calor insoportable. Cómo olvidarlo. Tenía la tristeza adosada a mi piel, como si fuera una ventosa hambrienta. Mis padres se acababan de separar y el día siguiente era mi cumpleaños. ¿No podían esperar un poco? Mi razonamiento de niño feliz se desmoronaba como un castillo de arena y el odio temprano se hacía cargo del espacio vacío.
Mientras me debatía entre el llanto incontenible o el desparpajo de no importarme nada, lo vi llegar. Era un pibe muy gordo. Estaba desaliñado y ferozmente transpirado. Traía bajo su brazo, como un tesoro, una pelota número cinco.
—Me llamo Juan —me dijo como si me interesara, para agregar:
—¿Jugamos a la pelota? Yo voy al arco y vos me pateas lo más fuerte que puedas —y se quedó mirándome con un gesto de súplica.
Acepté. Había logrado sacarme de mis nefastos pensamientos.
Hicimos un arco marcando los postes con cualquier cosa que encontramos. Mis primeros tiros fueron tímidos y el gordito se enojaba. Me gritaba e insultaba sin parar.
—Pegále fuerte o sos maricón —vociferaba totalmente descontrolado.
Me hizo enojar. Acomodé el balón y le pegué, de puntín, una furibunda patada. Salió disparado como un bólido y se estrelló en la panza de Juan que cayó al piso como si estuviera muerto. Por un instante pensé lo peor, hasta que lo sentí reír a carcajadas. Corrí y lo abracé, como pude, en un gesto de amistad y comprensión. Al día siguiente vino a mi opaco cumpleaños.
Como aquel primer sábado, todos los siguientes nos encontramos a jugar. El siempre de arquero, lo que nos comenzó a aburrir un poco. Muchas veces nos sentábamos en el pasto a pensar sobre nuestros pequeños y complicados mundos. Por largas horas nos envolvía el silencio. Intuíamos muchas cosas de nuestras vidas con sólo mirarnos a los ojos. Éramos como una hermandad religiosa, de dos, que parecía de miles. Nos necesitábamos, y eso quedaba en claro.
Voy a ser honesto. El gordo mucho no me agradaba. En algunas oportunidades hasta sentía repulsión. La hermana sí, me volvía loco. No puedo decir si de verdad era bonita, pero su tierna cadencia al caminar le otorgaba un toque de dulzura y despertaba mis íntimos deseos púberes. Sus ojos claros y sinceros horadaban mi piel hasta llegar al fondo de mi alma. El solo hecho de verla en la puerta de su casa, a nuestro regreso, hacia soportable la presencia de su hermano.
—Me voy a casar con Sofía —le dije una tarde.
El gordo se detuvo de golpe y comenzó a respirar con fuerza, como si fuera un caballo enloquecido. Esto le sucedió muchas veces, sin mediar motivos. En alguna oportunidad pensé que esa situación lo llevaría a la muerte.
Cuando se repuso a medias, giró toda su enorme humanidad para observarme. La transformación de su rostro logró que por primera vez le tuviera miedo. No necesitó decirme nada. Sin mucho esfuerzo comprendí sus pensamientos. Sofía pasó a ser para mí un sueño imposible. En alguna oportunidad me acerqué hasta su casa, y sólo me conformaba con verla en la ventana e imaginarme su manos apretadas en las mías y robarle un beso deseado. Así de simple, así de complicado.
Una tarde gris de otoño, conocimos a los mellizos López. Altos y flacos, sin gracia alguna. Eran la salvación para acabar con nuestro aburrimiento. Los invitamos a jugar y aceptaron si hacerse rogar.
Fue difícil armar un juego de cuatro, pero nos las ingeniamos para divertirnos. El gordo Juan, siempre al arco. Atajaba todo. Una verdadera muralla.
Después de incansables horas de juego, los cuatro nos íbamos abrazados. Atrás quedaba la tarea cumplida y el deseo del encuentro futuro. Adelante nos esperaba quizá una nueva desazón. Como siempre.
El potrero era nuestro mundo; pequeño, pero importante. Representaba algo más que el encuentro futbolero. En él lográbamos, por apreciables momentos, olvidar las miserias. En nuestros hogares, en la mayoría de los casos, no sufrían por nuestras ausencias. Cuando regresábamos para descansar no había muestras de afectos ni de sorpresa. Quizá se habían acostumbrado a nuestra rutina. Y nosotros a no ser importantes.
—Algún día lo lamentarán —pensé más de una vez. Una amenaza mental, que no dejó de ser más que eso.
Pronto fueron llegando muchachos desconocidos y lográbamos jugar partidos interminables de fabulosas goleadas. El potrero comenzó a poblarse de un gentío bullicioso. Empezábamos por la mañana temprano y nos íbamos con la puesta del sol.
—¿Por qué no fundamos un club? —dijo el mellizo Pedro.
Ninguno dudó un solo instante. Lo nombramos “Razón de ser” de acuerdo con una brillante idea del gordo. Algo más que un simple nombre, dado que simbolizaba muchas cosas que cada uno conocía a la perfección. No teníamos sede, ni comisión directiva, ni camisetas, sólo nuestro potrero y nueve fervorosos jugadores. En raras ocasiones lográbamos reunir once, pero no faltaban los eternos desconocidos que se unían para querer ocupar alguna posición y lucirse.
El gordo Juan, nuestra muralla. En la defensa, los mellizos López y el loco Eduardo.
El loco Eduardo, qué personaje. Malísimo jugando al fútbol. Pero tenía dos particularidades: era grandote y fornido. Cada vez que avanzaba un jugador contrario, pegada unos gritos, como bramidos, con lo que lograba hacer desistir cualquier ataque.
Los tres del medio eran buenos, pero nunca los conocimos lo suficiente. Llegaban para los partidos y luego se iban sin entablar ningún diálogo. Adelante, mi primo Rafael y yo. Dos goleadores natos.
Pronto, sin que pudiéramos manejarlo, nuestra popularidad traspasó las fronteras de nuestro barrio. Equipos de otros lugares llegaban para desafiarnos. El potrero, nuestro potrero, se transformó en la cita obligada de los sábados. Y hasta Sofía llegaba para mi deleite. Trataba que me observara. Hacía verdaderos esfuerzos para lucirme, pero nada era suficiente para lograr el objetivo.
—Seguro que el tarado del gordo se lo prohibe —razoné por lo bajo.
El tiempo pasó muy rápido. Crecimos sin darnos cuenta. A pesar de ello, no dejamos de jugar. Hubo deserciones de jugadores. Pero el pilar siempre se mantuvo. El gordo, los mellizos y yo. También el loco Eduardo. Seguíamos ganando. En verdad ya nos creíamos invencibles.
Nuestro equipo no estaba formado por figuras exquisitas, sólo poseíamos algunas «virtudes especiales». Nuestro arquero estaba compuesto de una materia grasa que atajaba cualquier pelota y si no, rebotaban en él. Los mellizos se complementaban a la perfección, pues la extrema delgadez de ambos les permitía moverse con velocidad increíble; además ayudados por los alaridos de Eduardo que asustaban a cualquiera. Más de un rival pensó que este personaje podría romperle una pierna. Algo que jamás sucedería. El loco no era capaz de matar una mosca. Mi primo y yo, pequeños y huidizos, avanzábamos por cualquier espacio reducido para dejar al contrario buscándonos como a una moneda perdida.
Una tarde alguien nos ofreció jugar contra otro equipo, supuestamente invencible. Era nuestra oportunidad de demostrar quién era el mejor. Aceptamos sin vacilar.
En lugar de sábado, se planificó para un domingo. Y en el potrero de ellos. Si queríamos ser los únicos, no podíamos negarnos.
—Vendrá Sofía, entonces, será mi mejor partido —me dije para darme ánimo.
Llegó el gran día. Nos encontramos con la sorpresa que lo de ellos no era un potrero. Tenían una hermosa cancha y arcos con red. Lucían camisetas iguales y calzado impecable. Nuestras camisetas eran todas de distintos equipos y las zapatillas sucias y rotosas. Un verdadero bochorno. Nos miramos acongojados mientras nos invadían unas tremendas ganas de huir. Nos desconcentramos, pero decidimos poner el pecho a las balas.
Pronto nos dimos cuenta de algo importante. No estaba nuestra muralla. Y Sofía tampoco. Yo no podría ser el mismo.
No pudimos esperar más y buscamos un arquero en la tribuna. En los primeros instantes comenzó a notarse la superioridad de ellos. Nos dejaban parados como postes. Se divertían a nuestra costilla.
En mi mente solo estaba el rostro de Sofía. No podía pensar en otra cosa.
Habían pasado quince minutos del encuentro y tocamos la pelota sólo tres veces. No nos querían ganar. Todavía. Sólo burlarse. Se produce el primer avance serio de los contrarios. Eduardo sale gritando, como siempre, pero el delantero contrario no se detiene. Se lleva al loco por delante, que cae aparatosamente al piso. Nuestro arquero, en dudosa actitud, no puede atajar y se produce el primer gol.
Nos quedamos con un hombre menos porque el loco, muy asustado, no quiso jugar más. Perdimos cinco a cero, porque abandonamos antes de tiempo.
Volvimos al potrero los mellizos y yo, nadie más. Con la bronca y la vergüenza sobre los hombros.
—Menos mal que no vino Sofía —pensé a modo de consuelo.
Fue nuestro último partido. El potrero quedó solitario y, nunca supe por qué, la casa del gordo también. Cuando uno es joven, no indaga en muchas cosas. Solo hay espacio para vulgaridades.
Cuando pensé que ya era tiempo de partir, alguien posa su mano sobre mi hombro.
—¡Gordo, volviste!. ¿Qué te pasó? ¿Y tu hermana?
—Ya te dije que mi hermana…
—Si, ya sé. Que no es para mí, que ella merece algo mejor. Estoy cansando de escucharte siempre lo mismo. Ya está, en verdad no me interesa.
El gordo me mira con lástima por un largo rato. Me recuerda al silencio de nuestros antiguos encuentros, pero esta vez no logro comprender nada. Luego dice:
—Nunca asumiste la realidad —hace una pausa y prosigue—: Para qué seguís viniendo si ya no queda nada, ni el potrero.
—Cómo que no, si está ahí, esperando por nosotros, como siempre. Dále gordo, ponéte al arco que te pateo con todas mis fuerzas, a ver si hago el gol de mi vida.

Oscar Vicente Conde. Es narrador y poeta. Nació en Lanús Oeste (Prov. de Bs.As.), localidad en donde, en la actualidad, reside.

sábado, 14 de marzo de 2009

Entonces te descubrí
(por Roberto Vera)

Fue entonces que te descubrí.
Esa tarde de inicio de la primavera,
cuando llegaste
tímida
como una gacela perdida en un bosque nuevo

Te miré,
vi tu rostro tan tierno,
tu cuerpo esbelto, delgado y tus pechos firmes,
y supe que te querría para siempre

Constantemente quiero penetrarte
aunque solo sea con la mente.
Te amo sí, es cierto,
pero perteneces a otro hombre, a tu familia
y me conformo con verte de vez en cuando;
las gaviotas
te traen
regularmente
a mi puerto.

Roberto Vera

martes, 10 de marzo de 2009

Desmembrada (de Norma Beatriz López)

Desmembración: acción de desmembrar, separar los miembros del cuerpo. Separar, dividir una cosa de otra.
Eso era ella, una cosa separada, dividida en partes, de manera tal que no podía saber qué era en definitiva o quién era.
Sólo se reconocía como algo o alguien llamado Sofía que se debía a los demás, alguien de quién los otros esperaban contención, ayuda o la alegría del payaso.
Una parte para su madre, siempre quejosa, plañidera, con un eterno reclamo insatisfecho. Y la culpa, magistralmente manejada para que no haya lugar a dudas.
Otra parte para su hermana Tere. Aquella que debía socorrerla cuando las disputas con el marido la dejaban agotada, y los cinco hijos que había tenido, necesitaban la atención y el cuidado de una tía.
Algunas otras partes se repartían entre los amigos, conocidos y su novio, siempre dispuesta a escuchar, aconsejar, acompañar en los malos momentos.
Gabriela que somatizaba todo cuanto le sucedía en su casa, en la oficina, en la vida, y José Luis con sus eternas penas de amor imposibles de solucionar.
Y así uno y otros y otros, esperando, reclamando, creando obligaciones, que Sofía sentía como pesadas piedras aplastando su frágil existencia.
Cuando Eduardo la abandonó, a pocos días de la fecha fijada para su boda, ella sintió que el mundo se derrumbaba. No podía entender en qué había fallado.
Estuvo junto a él durante años, compartiendo los buenos momentos y de los otros, de aquellos en que con amor lo apoyó para sobrellevar la muerte de sus padres, cuando lo despidieron del trabajo y ella lo ayudó económicamente hasta que pudo recomponer su situación, y también todas las veces que decaía por su depresión.
Ahora que había conseguido seguridad económica y se sentía fortalecido psicológicamente, se daba cuenta, le dijo, que había sido una carga para ella, que no la quería tanto como merecía ser querida y por lo tanto la dejaba en libertad para que rehiciera su vida, mientras tanto él comenzaba una nueva junto a una compañera de trabajo.
Para salvarla de la destrucción total y no perderla, debieron internarla tres largos meses en una clínica psiquiátrica. Allí, aún bajo los efectos de los medicamentos, podía oír como hablaban de ella, de su fragilidad, su debilidad de carácter, escuchar las quejas ajenas y los comentarios sobre el casamiento de Eduardo y su viaje de luna de miel a Brasil.
Tenés que ser fuerte, le decían; tu familia, tus amigos y todos los que te queremos bien te estamos esperando; qué vamos a hacer sin vos, le repetían una y otra vez, creyendo que con eso la pondrían otra vez de pie.
Después de esa internación no volvió a ser la misma. Tenía largos períodos de una agobiante tristeza, que le apretaba el pecho impidiéndole respirar. Otras veces revolvía cajones, espacios olvidados de la casa, buscando esas partes desmembradas de su persona que necesitaba para reconstruirse, ya que esto se había vuelto un verdadero desafío.
Un día le pidió a su madre que le devolviese esa parte suya llena de culpa, y a su hermana, la parte que entretenía a los sobrinos. La llamaron egoísta porque lo que se daba no se debía volver a pedir.
A sus amigos les reclamó las partes prestadas durante años, y ofendidos por el pedido dejaron de verla. No tenía derecho a demandar la devolución de algo que había dado de buen grado y ya no le pertenecía, comentaban amigos y conocidos.
Para todos había dejado de ser esa muchacha buena y servicial que habían conocido durante tantos años, y que demostraba finalmente, ser egoísta y pedigüeña.
Desde entonces no había vuelto a salir y nadie del barrio sabía nada de ella.
Cuando la ausencia de la madre de Sofía, de Tere y el abandono que se observaba en la casa llamó la atención de los vecinos, un tío lejano, alertado por alguien, se llegó hasta la vivienda.
Encontraron a Sofía sentada frente al espejo, tratando en vano de reconstruirse, con algunas de las partes desmembradas que había logrado reunir.


Norma Beatriz López. Escritora y poeta. Nació en la Ciudade de Buenos Aires. Actualmente reside en el barrio de Barracas (Capital Federal)

martes, 3 de marzo de 2009

Vivian (de: Cecilia Di Cenzi)

Aquella tarde llegó temprano a su casa, ya no tenía la necesidad de quedarse en el trabajo hasta última hora. Al entrar tuvo la sensación de encontrarse en otro lugar, diarios viejos, platos sucios, polvo y papeles tirados traslucían en la atmósfera un aire de abandono. Caminó hacia su cuarto con paso ciego y se detuvo ante la puerta destartalada. Su habitación estaba más desordenada aún que el resto de la casa y sobre la cama estaba ella, dormida, las sábanas dejaban entrever sus piernas y pensó en acercársele y robarle unos momentos de amor, pero unas manchas de sangre seca a su alrededor lo frenaron.
—Mierda —dijo.
Hacía tres meses que la conocía, se encontraron por casualidad en el bar que frecuentaba; estaba sentado en la barra conversando con el barman cuando sintió una mirada quemándole la espalda. Tenía unos treinta años, alta y delgada como una espiga, algo simple tal vez para sus gustos (le encantaban las mujeres con sobrepeso, algo groseras, con aire de matronas, pechos tambaleantes como gelatinas), pero ella estaba allí y era peor que nada, cualquier cosa era preferible a irse solo a su casa. Se le acercó y le preguntó su nombre. Vivian. Alguna vez había conocido a otra Vivian, pero era gordísima y con una boca capaz de zambullirse en lo más profundo de su ser. Sonrió al recordarla y sintió un cosquilleo en el vientre. Empezaron a conversar ante la mirada indiscreta de quien atendía la barra,el que de a ratos soltaba unas risitas hipócritas y confidentes. Ella le contó cosas de su vida, su trabajo, gustos, el motivo por el cual se encontraba en ese bar en donde casi todas las mujeres parecían desagradables y putas; le dijo que se sentía sola, perdida, vacía. El miraba sus ojos negros de animal herido, sus delgados y casi inexistentes labios, sus pechos, sus piernas y le importaban un carajo todos sus problemas. Luego sintió una sensación de vértigo y algo que le quemaba el estómago, el recuerdo de la gorda lo había afectado.
—Ya es hora —le dijo.
A eso de las tres de la mañana salieron del bar, ella de manera enérgica no paraba de hablar; hubiera querido ponerle un tapón en la boca. Fingía interesarse por todo cuanto ella decía, cuando realmente en lo único que pensaba era en esa quemazón que ahora recorría de arriba a abajo todo su cuerpo.La llevó a su casa, luego a su cuarto y ella se dejó llevar sin decir palabra. Fue algo rápido, con no más sobresaltos que los gritos de ella y los espasmos de él.
—¡Fue un buen polvo! —le dijo mintiendo, y ella asintió sin más.
Desde ese día regresó cada noche, y cada noche se repitió la misma escena. Le jodía su voz, su cuerpo, su vida, sin embargo siguieron juntos; le parecía vana, hueca, pero no podía estar sin ella. La esperaba desde que la veía partir en la mañana, la añoraba en el trabajo y al llegar a su casa en la tarde. No hacía más que pensar en su regreso y en su anoréxica y lastimera figura; no podía soportar su ausencia ni un par de horas. Y comenzó a desvariar entre un universo abstracto y otro real y el miedo al abandono, a quedarse solo y sin ella lo fueron torturando cada vez más.
Vivian llegó más tarde que nunca esa noche, y él había pensado que no regresaría. Cuando se abrió la puerta y la vió entrar,se puso a llorar desconsoladamente. Hicieron el amor como nunca antes lo habían hecho y se dió cuenta entonces de que la amaba, sin dudas amaba a esa mujer que conocía hacía tres meses.
En la madrugada se despertó sudando, los miedos volvían a él como herencia. Nadó en la oscuridad de su cerebro y esa necesidad de no ser abandonado lo obsesionaba, tambaleaba en un mar de dudas, sintió que iba a reventar, que le faltaba el aire,que se ahogaba y ya no pudo controlarse; tenía que retenerla para siempre…
Y ahora ella estaba ahí, sobre su cama, tan tranquila como siempre, era temprano todavía. Empezó a tirar los papeles y demás cachivaches que cubrían casi todo el suelo, barrió cada rincón de la casa. El sol entraba fuertemente por las ventanas llenándolo todo con su luz, y ella continuaba allí sobre la cama; se sintió feliz, la quemazón había pasado junto con esa sensación de desamparo y miedo…
—¡Desde hoy todo será diferente! —se dijo.
Mientras, el olor que salía del cuerpo de Vivian, empezaba a invadir con sus garras toda la casa.

Cecilia Di Cenzi. Naradora y poeta. Nació en Prov. de Bs. As. Es abogada y diseñadora. Reside en Capital Federal