miércoles, 26 de diciembre de 2007

La oscuridad bajo la mesa

Por Elvio Gandolfo
El jefe ha dicho que podía irme dos horas antes a casa, para terminar con las carpetas de expedientes que llevé anoche. Después de un largo viaje en ómnibus, en el día neblinoso, húmedo, con olores que quedan como colgando del aire, entro al ascensor amarillento, sucio, recorro el pasillo cuyas paredes parecen sudar y abro la puerta del departamento, empujando un poco para que se destrabe el marco.
En la sala hay cuatro sillas, una sólida y vieja mesa de madera, de puntas redondeadas, y con patas formadas por una U compacta, también de madera, que se apoya sobre un soporte redondo y grueso como un leño. Detrás, al fondo, junto a la puerta que lleva a la cocina, está el trinchante, un poco deslustrado. Donde tendrían que ir botellas de distintas bebidas, en una puertita del costado izquierdo, tengo las carpetas, papeles en blanco, carbónicos. Sin quitarme el sobretodo me acerco, escurriéndome entre las sillas y la cómoda (los muebles entran un poco apretados en el espacio reducido de la sala) y me agacho. También la puerta del mueble está un poco trabada, pero al fin cede. Saco una pila de carpetas, y, en vez de trasladarlas a la mesa, me dejo resbalar lentamente y quedó sentado, pasando una tras otra, en busca de la que falta terminar.
En el otro extremo la puerta de la calle se abre: seguramente mi mujer, pienso, y alzo apenas la cabeza para mirar por debajo de la mesa, entre la red que forman las patas en U, las patas delgadas de las sillas, y el mantel de puntillas que cuelga cerca de mi nariz y más allá, repitiéndose a dos metros, en otra punta de la mesa.
Lo que veo son las piernas de mi mujer, calzada con los zapatos de taco, cosa que me llama la atención. Sólo alcanzo a distinguirlas hasta las rodillas, hasta donde empieza el vestido color violeta que se pone los fines de semana. Aparto los ojos por un segundo para mirar la hora: las cuatro y cuarto. Pensaba que el minúsculo movimiento de mi cabeza sería acompañado por el ruido de la puerta al cerrarse (uno empuja, entra, la vuelve a cerrar casi en un único movimiento) y sorprendido de no oírlo vuelvo a mirar.
Hay un par de piernas de hombre junto a las piernas de mi mujer. Ahora sí la puerta se cierra, y las piernas de los dos cambian de posición: mi mujer queda apoyada contra la puerta y los tacos del hombre hacia mí: evidentemente la aprieta contra la hoja de metal. Una mano aparece desde el borde de la mesa y el mantel, baja, alza el vestido violeta de mi mujer lentamente y acaricia la carne a la vez con ternura y violencia, con apremio y calma. Se oyeron los jadeos de mi mujer, largos y profundos al principio, entremezclados con algo que es como el comienzo de una palabra dicha entre dientes, que no llega a concretarse y que al fin se resuelve en un «aaahh» ronco, cada vez más breve. La mano ha vuelto a subir por debajo del vestido de mi mujer, y ahora le veo las piernas perdiéndose hacia arriba, con medias largas, color carne.
De pronto las piernas de mi mujer se apartan de la puerta, las del hombre vacilan un poco (fuera de mi visión debe estar viendo el movimiento de mi mujer, captándolo más bien con el cuerpo, y tratando de adaptarse a él). Lo que ella hace es retroceder de espaldas hasta la mesa, para apoyarse, y arrastrar al hombre, tomándolo de la ropa, guiándolo.
Ha quedado apoyada con las nalgas en la mesa, y abre las piernas, que enmarcan las del hombre, apoyándose en la punta de los pies, aún calzados. Así como antes esperaba el ruido de la puerta, ahora espero que los pies del hombre se afirmen, que los jadeos de mi mujer se hagan más intensos, que recomiencen al menos, porque se han interrumpido. Pero los movimientos de los dos se hacen suaves, silenciosos, casi respetuosos. Las dos manos del hombre bajan lentamente una de las medias, mientras los pies de mi mujer, fuertes, ágiles, se quitan los zapatos con un par de movimientos. Se oye el chasquido del elástico de la segunda media al soltarse arriba: la otra media baja, lentamente.
Las piernas de mi mujer son blancas, casi lechosas donde se unen a las nalgas, al borde de la gordura pero firmes; hay algo en ellas que reclama algo, no se sabe bien qué: decir que reclaman ser tocadas sería simplificar, falsear las cosas.
No he alcanzado a ver el rostro del hombre, la primera vez porque quedó más allá del borde del mantel, la segunda porque la pierna lo ocultó. Hay un susurro suave, las piernas de mi mujer se apoyan alternadamente, en movimientos leves, sueltos: se está sacando o le están sacando el vestido, que cae, formando una mancha violeta junto a las cuatro piernas.
Llama la atención que el hombre no se haya sacado el pantalón: la está acariciando, de vez en cuando una mano baja por las nalgas, y vuelve, se demora en el surco cálido y suave que las divide, hasta que se demora definitivamente, entra con delicadeza, los jadeos de mi mujer aumentan.
Esperaba ver subir las piernas de mi mujer, aferrarse a las del hombre, o un leve crujido de la madera de la mesa que indicara que se recostaba, que se iba dejando caer sobre ella, corriendo el mantel de puntillas, arrugándolo, derribando el espantoso cisne de cerámica estilizado que hace de centro de mesa. Pero en cambio cae (siempre suavemente, sin violencia) de rodillas, y baja con decisión pero con cuidado el cierre metálico del pantalón del hombre. Desde donde estoy no alcanzo a distinguir cómo surge su miembro porque mi mujer lo abarca casi antes de que salga con la boca, lo cubre, se mueve. El hombre le sostiene la cabeza tomándola del pelo y las orejas, como temiendo que se le caiga, porque todo parece balanceo, ebriedad incontrolable, que al borde del desmoronamiento y el desorden se controla sin embargo, multiplicando el goce.
Mi mujer va cambiando lentamente la posición del cuerpo. Es como si su rostro fuera otro, a la vez más real y más anónimo que el de todos los días: tiene los ojos entrecerrados, las mejillas rosadas y ahuecadas por la tarea, el pelo rubio cayéndose desordenado y oscilante con los movimientos de la cabeza y del propio cuerpo del hombre, prácticamente sostenido por el miembro, porque las piernas se le han relajado tanto que uno de los zapatos está inclinado, flojo, como un barco escorado.
Ahora mi mujer tira de él hacia abajo, se va recostando lentamente sobre el soporte en U de ese extremo de la mesa. Apoya la espalda contra el grueso trozo de madera y el hombre se arrodilla sacramentalmente, la penetra despacio al principio, luego con más violencia.
La cabeza de mi mujer cae hacia atrás, volcando la cabellera rubia, que parece brillar en la oscuridad bajo la mesa. Ahora veo su rostro invertido, jadeante, levemente sacudido. Sus brazos rodean al hombre y lo atraen hacia ella. Por primera vez le veo la cara: es un desconocido, tan atractivo o desagradable como yo, pero en ese momento rescatado por el goce, alivianado, con todos los músculos del rostro a la vez tensos y flexibles, porque los dos se mueven en armonía, melodiosamente.
Mi mujer tiene que haber advertido algo a través de los ojos entrecerrados, porque de pronto los abre. Debe verme también invertido, más allá de la oscuridad bajo la mesa, con el montón de carpetas sobre las piernas, sentado contra el trinchante, con el sobretodo puesto. Yo también la miro. Algo debemos transmitirnos que impide que la probable sorpresa se traduzca en terror, en un breve espasmo muscular que saque al hombre de su concentración para descubrirme. Lenta, lentamente mi mujer vuelve a entrecerrar los ojos, y ni siquiera puedo inventarle una sonrisa en los labios, que reciben con blandura los del hombre, se dejan aplastar por ellos en medio de un ruido húmedo a succión, a entrega y devolución de interiores, hasta que casi pierden la respiración.
Por primera vez los movimientos del hombre parecen casi desesperarse, rozar la violencia. Lo que está haciendo es quitarse la camisa y el pulóver de un solo tirón, y, con un movimiento sinuoso de todo el cuerpo, el pantalón, que se desliza hasta las rodillas. Mi mujer lo abraza también con ansiedad, por un instante han quedado separados, pero las manos del hombre vuelven a tomarla, a calmarla, y le quitan la enagua de seda ocre, la arrojan sobre el montón de ropa que ha ocultado la mancha violeta del vestido.
Ahora sí la penetración es violenta, transmitida por la espalda de mi mujer a toda la mesa, haciendo que se agite la punta del mantel que tengo ante los ojos. Llegan al clímax con rapidez, jadeando juntos, cada vez más roncamente, con un grito final de agonía y triunfo. El hombre permanece sobre ella, acariciándole los cabellos, los hombros. Mi mujer se acomoda un poco y su rostro queda oculto. Miro entonces sus pechos: como siempre el pezón derecho está erecto, duro, y el izquierdo blando, derrumbado.
Mi mujer vuelve a acomodarse y ambos quedan tendidos en el espacio entre la mesa y la pared, acariciándose apenas. Alcanzo a distinguir cómo se eriza la piel de mi mujer. Llega un momento en que los dos parecen estar dormidos. Siento mi miembro erecto aplastado por la pila de carpetas, que empieza a ceder, recorrido por un dolor entre angustioso y gratificante, retenido.
Lo primero que se mueve es la mano del hombre, que vuelve a acariciar y después a introducirse en el surco de las nalgas, destacándose morena contra el blanco purísimo de la piel de mi mujer, que despierta con un estremecimiento de todo el cuerpo.
El temblor parece transmitirle energía al hombre, que toma a mi mujer y la alza en peso, mientras él se entrepara. Mi mujer alcanza a aferrar con los brazos los dos pilares de la U de madera, y resiste el embate rítmico del hombre por detrás. Ahora sí abre los ojos de par en par y me mira fija, hipnóticamente, hasta que se ve obligada a cerrarlos cuando ambos llegan por segunda vez al orgasmo.
La mesa se ha sacudido casi hasta descolarse, una de las carpetas se ha desplazado de la pila y ha caído, pero sin sacarlos del trance animal en que se mueven.
Ya me duele el brazo, y la erección ha desaparecido: siento todo el cuerpo al borde del calambre. Pienso que tal vez vuelvan a caer, a relajarse, dormirse: son las cinco menos diez.
Pero el rostro de mi mujer, que se ha echado hacia atrás esquivando hábilmente el borde de la mesa para quedar unos instantes de rodillas junto a las piernas del hombre, sufre una transformación horrible: recobra en un segundo los rasgos cotidianos, la leve arruga nerviosa en la comisura izquierda de los labios, el gesto general alerta, defensivo. Cuando la mano del hombre intenta acariciarle la espalda, ella se la aparta, eficaz y terminante, mientras le dice que tiene que ir ya mismo a buscar a nuestros hijos a la escuela.
No sé de qué manera, pero el hombre expresa con las piernas (por las que el pantalón ha bajado hasta formar una especie de pedestal informe), con las manos, incluso con el miembro, que ha recibido el mensaje, el baldazo de agua fría. Una de las manos baja despacio y alza la enagua de mi mujer, aquella de seda ocre que le compré en Harrod’s para nuestro quinto aniversario. Pienso que va a alcanzársela, pero lo que hace es limpiarse con cuidado el miembro, mientras con la otra mano se sube primero los pantalones y toma después su ropa.
Mi mujer se ha puesto con rapidez el vestido violeta, los zapatos. Nuevamente les veo sólo las piernas, las del hombre ahora inmóviles mientras se abrocha la camisa, las de mi mujer moviéndose, taconeando hasta perderse cortadas por el borde de la puerta que da al pasillo. Reconozco el ruido a vidrios flojos de la puerta del baño. Advierto que se ha llevado la enagua.
Vuelve un segundo después. Por un instante las piernas de los dos reproducen con tal perfección la posición de cuando entraron, que temo ver cómo las de mi mujer se apoyan otra vez contra al puerta y cómo otra vez los tacos del hombre me apuntan, para recomenzar. Pero es una décima de segundo que no detiene los pasos firmes de mi mujer, el tirón de la puerta al abrirse, el ruido que hace al cerrarse, sofocado por la humedad, casi neumático, y los pasos que se alejan hacia el ascensor.
Ahora sí, con cierta dificultad, podré pararme.

domingo, 23 de diciembre de 2007

Los Amos

Por Juan Bosch (República Dominicana)

Cuando ya Cristino no servía ni para ordeñar una vaca, don Pío lo llamó y le dijo que iba a hacerle un regalo.
—Le voy a dar medio peso para el camino. Usté está muy mal y no puede seguir trabajando. Si se mejora, vuelva.
Cristino extendió una mano amarilla, que le temblaba.
—Mucha gracia, don. Quisiera coger el camino ya, pero tengo calentura.
—Puede quedarse aquí esta noche, si quiere, y hasta hacerse una tisana de cabrita. Eso es bueno.
Cristino se había quitado el sombrero, y el pelo abundante, largo y negro le caía sobre el Descueza La barba escasa parecía ensuciarle el rostro, de pómulos salientes.
—Ta bien, don Pío —dijo; que Dio se lo pague.
Bajó lentamente los escalones, mientras se cubría de nuevo la cabeza con el viejo sombrero de fieltro negro. Al llegar al último escalón se detuvo un rato y se puso a mirar las vacas y los crios.
—Qué animao ta el becerrito —comentó en voz baja.
Se trataba de uno que él había curado días antes. Había tenido gusanos en el ombligo y ahora correteaba y saltaba alegremente.
Don Pío salió a la galería y también se detuvo a ver las reses. Don Pío era bajo, rechoncho, de ojos pequeños y rápidos. Cristino tenía tres años trabajando con él. Le pagaba un peso semanal por el ordeño, que se hacía de madrugada, las atenciones de la casa y el cuido de los terneros. Le había salido trabajador y tranquilo aquel hombre, pero había enfermado y don Pío no quería mantener gente enferma en su casa.
Don Pío tendió la vista. A la distancia estaban los matorrales que cubrían el paso del arroyo, y sobre los matorrales, las nubes de mosquitos. Don Pío había mandado poner tela metálica en todas las puertas y ventanas de la casa, pero el rancho de los peones no tenía puertas ni ventanas; no tenía ni siquiera setos. Cristino se movió allá abajo, en el primer escalón, y don Pío quiso hacerle una última recomendación.
—Cuando llegue a su casa póngase en cura, Cristino
—Ah, sí, cómo no, don. Mucha gracia —oyó responder.
El sol hervía en cada diminuta hoja de la sabana.
Desde las lomas de Terrero hasta las de San Francisco, perdidas hacia el norte, todo fulgía bajo el sol. Al borde de los potreros, bien lejos, había dos vacas. Apenas se las distinguía, pero Cristino conocía una por una todas las reses.
—Vea, don —dijo—, aquella pinta que se aguaita allá debe haber parío anoche o por la mañana, porque no le veo barriga.
Don Pío caminó arriba.
—¿Usté cree, Cristino? Yo no la veo bien.
—Arrímese pa aquel lao y la verá. Cristino tenía frío y la cabeza empezaba a dolerle, pero siguió con la vista al animal.
—Dése una caminadita y me la arrea, Cristino oyó decir a don Pío.
—Yo fuera a buscarla, pero me toy sintiendo mal.
—¿La calentura?
—Unjú, me ta subiendo.
—Eso no hace. Ya usté está acostumbrado, Cristino. Vaya y tráigamela.
Cristino se sujetaba el pecho con los dos brazos descarnados. Sentía que el frío iba dominándola. Levantaba la frente. Todo aquel sol, el becerrito...
—¿Va a traérmela?—insistió la voz. Con todo ese sol y las piernas temblándole, y los pies descalzos llenos de polvo.
—¿Va a buscármela, Cristino? Tenía que responder, pero la lengua le pesaba. Se apretaba más los brazos sobre el pecho. Vestía una camisa de listado sucia y de tela tan delgada que no le abrigaba.
Resonaron pisadas arriba y Cristino pensó que don Pío iba a bajar. Eso asustó a Cristino.
—Ello sí, don —dijo—; voy a dir. Deje que se me jipase el frío.
—Con el sol se le quita. Hágame el favor, Cristino. Mire que esa vaca se me va y puedo perder el becerro. Cristino seguía temblando, pero comenzó a ponerse de pié.
—Sí; ya voy, don —dijo.
—Cogió ahora por la vuelta del arroyo —explicó desde la galería don Pío.
Paso a paso, con los brazos sobre el pecho, encordó para no perder calor, el peón empezó a cruzar sabana. Don Pío le veía de espaldas. Una mujer se tizó por la galería y se puso junto a don Pía
— ¡Qué día tan bonito, Pío! —comentó con voz cantarina
—El hombre no contestó. Señaló hacia Cristino, que se alejaba con paso torpe como si fuera tropezando.
—No quería ir a buscarme la vaca pinta, que parió anoche. Y ahorita mismo le di medio peso para el camino.
Calló medio minuto y miró a la mujer, que parecía demandar una explicación.
—Malagradecidos que son, Herminia —dijo—. De nada vale tratarlos bien.
Ella asintió con la mirada.
—Te lo he dicho mil veces, Pío —comentó. Y ambos se quedaron mirando a Cristino, que ya era apenas una mancha sobre el verde de la sabana.